He
visitado el estado de Veracruz en distintas ocasiones y con propósitos
variopintos, pero en su mayoría lo he vistado trabajando. Soy investigador,
pero no del tipo de casos no resueltos o científico, soy investigador de
mercado; lo que quiere decir que gran parte de mi tiempo lo ocupo evaluando
ideas para vender cosas, o mejor dicho para que las empresas vendan cosas,
desde una idea hasta una plancha.
Gracias
a mi trabajo he tenido la oportunidad de viajar, le debó a esta profesión el
poder conocer, comer y desvelarme en distintos husos horarios. Mis viajes
laborales normalmente tienen la misma dinámica: me subo a un avión o autobús,
platico con la gente del tema en cuestión, ceno
y me vuelvo al lugar de donde partí.
Hay
destinos memorables, (nunca me cansaré de platicar como me tocó ir a Brasil a
hacer un estudio de fútbol, sí fútbol y en Brasil), hay otros mucho menos
intracendentes por lo aburridos o por el cansancio, pero Veracruz es
particular.
En
mi primer viaje al puerto, por casualidades de la vida, tuve que convivir con
el gobierno del estado y diputados locales. La impresión que me dejó es que en
el estado se hacía política a la antigüita, y ese adjetivo se refiere a un
compadrazgo añejo y dudoso, donde los símbolos tienen una importancia mayor a
la que deberían, donde los puestos y las tarjetas de presentación marcan quién
eres y qué rol debes de tener, donde los lentes obscuros de pasta aun esconden
muchas dudas sobre el funcionamiento claro del gobierno. Percepción al fin y al cabo, me marché de
regreso al DF con mis 23 años y me olvidé del asunto.
Volví
años más tarde en vísperas electorales y el tema en cuestión salió a relucir
durante mi investigación. De ese viaje recogí dos ideas que cruzaban a la
mayoría de los jarochos con los que hablaba. La primera era que todos los
partidos políticos eran lo mismo, hijos del PRI en mayor o menor medida y para
hacerlo más textual un taxista me dijo: mire jóven, aquí llevamos décadas
revolcándonos en la misma mierda, así que no importa quién gane porque es la
misma mierda.
La
segunda era que ahí todos tenian miedo, esta fue la que me dejó frío. Terminando
una sesión de grupo y habiendo discutido cómo iba a cambiar o cambiaba el
consumo en el estado con las elecciones, uno de los participantes se acercó y
me dijo - ¿Ya apagó usted la cámara? -,
asentí con la cabeza y me dijo OK ahora sí podemos hablar, no sin antes pedirme
que cerrara la puerta del lugar donde estábamos.
Regresé
con el grupo y poco a poco me fueron contando entre todos, cómo en el estado se
vivía con miedo. Platicaron sobre el control que ejercía el gobernador en todos
los niveles, en cómo la red de taxis del puerto y Boca del Rio, se había
convertido en una especie de pandilla ajusta cuentas del gobierno, cómo todos
iban a los mítines electorales amenazados y de qué forma la sombra del
narcotráfico se señía sobre el palacio de gobierno.
Escuché
atento y mudo, no emití juicio alguno
hasta que en algún momento la curiosidad me llevó a preguntar inocentemente -¿Y
ahora que cambien de gobierno, va a ir mejor la cosa?- la respuesta fue contundente, -Se va aponer peor”.
Mi
reacción fue de incredulidad, desconocía en ese momento un panorama tan macabro
como el que me platicaban sucediendo a
sólo unas horas de la capital, me impresionaba que no tuviera eco en otras
esferas, cómo si lo tenían casos alarmantes como los feminicidios de Juárez o
las acusaciones de corrupción en el Estado de México.
Me
explicaron entonces algo que ahora que veo las noticias sobre mi país a la
distancia me hace mucho sentido. Fidel (Herrera, ex gobernador del estado) era
descrito como un hombre corrupto y avaricioso, populista hasta decir basta, que
se aseguraba regalarle a la señora la lavadora que pedía en un mitín aunque el
presupuesto de programas sociales fuera repartido en distintos niveles de
gobierno para ganancia de burócratas y aviadores. Lo describían como un
“tranza” que podía hacer uso de la violencia y delincuencia con tal de ganar
más o robar más. Por el lado contrario
describían al inminente nuevo gobernador como un desgraciado.
La
descripción de Javier Duarte Ochoa era la de un hombre cuyo principal defecto
no era la corrupción, sino la sed de poder a toda costa (ojo, no está peleados).
Aseguraban que tenía el mote de “pingüino” por su evidente sobrepeso, forma de
caminar y voz chillona, pero al mismo tiempo aseguraban que lo odiaba y era
radical en hacer presente su molestia
con la prensa que osara llamarlo de ese modo.
Describían a un hombre poco conciliador, afectado por una megalomanía
que no reparaba en los medios para llegar a un fin, que hacía valer su poder y
que como pocos había logrado sembrar un
miedo que atravesaba niveles socioeconómicos y filiaciones partidistas por todo
el estado.
Esta
semana, al ver las noticias sobre lo que
está sucediendo en Veracruz y sus repercusiones con la libertad de
expresión, un flashback me golpeó de
nuevo –Se va a poner peor-. Cuando
dicen que el mexicano no tiene memoria creo que están equivocados, al menos en
Veracruz sí la tienen… la diferencia es que tienen miedo, yo también.